LA POSVERDAD

ID de publicación: 1102
LA POSVERDAD

Autor: JUAN GAISSE FARIÑA

Hace pocos días un comentarista político señaló que no importa que los políticos mientan, lo que importa es que sean convincentes. Después de la sorpresa inicial, me aterró pensar que, como análisis frío y objetivo de la realidad, el comentario está cargado de razón. La opinión pública de nuestro entorno social (Occidente, siglo XXI) no se configura con ideas sino con impresiones, emociones, trending topics y leyendas urbanas. No importa su veracidad sino su repetición y aceptación acrítica. Este proceso cómodo y veloz nutre el pensamiento del pueblo, los programas políticos, las leyes, las sentencias, los medios de comunicación y todas las formas de expresión del pensamiento dominante. Pensemos en un informativo de televisión cuando nos relata, por ejemplo, el derrumbe de un edificio: hoy no se entrevista al técnico que puede dictaminar acerca de las causas del siniestro, sino al vecino que expresa su impresión basada en emociones.

Todo esto tiene que ver con la posverdad, palabreja de moda que muchos utilizan como arma arrojadiza sin saber lo que significa. La RAE la incluyó recientemente en su Diccionario, definiéndola como distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”. Me gusta más la definición del Diccionario de Oxford que entiende la posverdad como “la circunstancia en la que los hechos objetivos tienen menos importancia en formar la opinión pública que las apelaciones a la emoción y las creencias personales”. La prefiero porque prescinde del elemento intencional. Me parece que la posverdad no es una distorsión deliberada como dice la RAE, sino un modo de elaborar el pensamiento. No se trata de que un malvado manipulador recurra a la posverdad para influir en la sociedad; es que nos hemos apuntado a ese método de conocimiento como el único válido.

La manipulación de las mentes no es un fenómeno nuevo. Desde los inicios de la historia se ha tergiversado la información, se han difundido noticias falsas y se ha jugado con las emociones de los pueblos. La novedad es que, al aceptar la posverdad como fuente de conocimiento, la sociedad actual se automanipula que es tanto como automutilarse. Si es grave la mutilación de un miembro ¡cuánto peor es la mutilación del entendimiento! La verdad ya no importa, sobre todo si contradice los sentimientos.

El problema es que la realidad es tozuda. Es muy cierta la máxima según la cual Dios perdona siempre, los hombres a veces, pero la naturaleza nunca. Y eso, aplicado a la posverdad imperante, implica, a mi juicio, tres efectos negativos. El primero es que cuanto más se difunda una opinión basada en la posverdad, más difícil será reponer la verdad en el lugar que le corresponde. El segundo es que socialmente se desprecia a quien disiente públicamente de esa opinión. Y el tercero que cuanta mayor aceptación social tenga una opinión, menor es la probabilidad de que un gobernante se resista a secundarla. Lo ilustraré con ejemplos.

La dificultad de reponer la verdad en su trono es muy visible si hablamos de ideología de género. Con arreglo a la posverdad, no importa lo que diga la biología sobre nuestra condición sexual. Lo relevante es el sentimiento, el deseo, la voluntad del individuo. Y así lo sancionan las leyes. Ciertamente este voluntarismo irracional no se sostiene si se intenta llevar a sus últimas consecuencias, pero se ha instalado en todos los rincones de la sociedad: en las leyes, en la enseñanza, en la cultura, en los medios de comunicación. Costará generaciones y no poco sufrimiento que la verdad desplace al sentimiento.

Que socialmente se desprecia al disidente del pensamiento dominante parece evidente. El ciudadano occidental del siglo XXI necesita etiquetar a sus congéneres, porque conocerlos en profundidad requiere un esfuerzo agotador. Es más cómodo llevar en el bolsillo mental una colección de etiquetas y colocarlas a quien exprese una opinión apartada de lo políticamente correcto. Si se te ocurre decir que en Cataluña ha faltado diálogo, serás etiquetado como independentista sin esperar a que te expliques. Si te pronuncias en contra del lobby gay te etiquetarán de homófobo sin saber en qué consiste tu oposición. Si intentas matizar el cambio climático serás tachado de retrógrado conspiranoico sin llegar a escuchar tus matices. Y así con un sinfín de asuntos en los que disentir es sinónimo de marginación y de sospecha.

Por último, de la probabilidad de que los políticos defiendan una verdad que molesta a la mayoría, tenemos abundantes ejemplos. No hablan de la deuda pública y de sus consecuencias. Tampoco dicen la verdad sobre el futuro de las pensiones, a pesar de que numerosos organismos autorizados han expresado los peores vaticinios. Menos aún se atreven a abordar en serio las consecuencias de la baja natalidad. Todo ello son malas noticias que generan emociones negativas y, por tanto, mejor que las diga otro.

Juan Gaisse Fariña

Abogado. www.rgabogados.com VIGO. (España)